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Cuando el escupitajo te cae en la cara

Cuando estás embarazada, te haces una idea de cómo será la educación de tu hijo. Te forjas unos valores inquebrantables de los que no te va a mover ni un cataclismo nuclear…pero llega la franja 1 a 2 años y tus férreas convicciones se van al traste.

Yo era de esa clase de madre que pensaba: “los dibujos, hasta los 12, en pequeñas dosis”; “nada de móvil ni de ordenador hasta que no entre en la edad del pavo”; “voy a dejar que se arrastre por el suelo como si no hubiera un mañana”; “mi hijo jugará con todo lo que él quiera”.

Y la realidad se impuso.

No sólo le meto de vez en cuando maratones de una hora de dibujos, si no que restrinjo mucho los juguetes con los que jugar (y con los que alcanzar en la cabeza a mamá y papá), y ya no quiere comer sin el móvil enchufado.
Después de pegarme, sudar y desquiciarme con mi pequeño NO-ME-DA-LA-GANA-DE-COMER-PORQUE-NO-TENGO-HAMBRE, probé a darle la papilla con Peppa Pig en el móvil…y se pone en modo automático. Entre risa y risa, ¡zasca!, cucharada que te crió. Esto puede sonar maravilloso hasta que un día te quedas sin batería en el móvil a medio potito. Y ahí empiezas a hacer todo tipo de sonidos guturales parecidos a los de un cerdo en plena matanza y a hacer muecas ridículas para intentar que tu pequeño monstruo se ría de ti y le endiñes otro par de cucharadas.

Mi ideal de madre-hijo era que él iba a sentarse en su trona, a comer solo, sin tele y contándome todas las cosas que había hecho en la guarde ese día. Es lo que se llama expectativas vs. realidad. Lo que de verdad pasa, es que lo meto como puedo en la trona entre gritos y patadas, le pongo el móvil con la dichosa niña-cerda que es una marisabionda y a la que ya no soporto, le doy la papilla como puedo porque al niño no le apetece masticar sólidos y le dan arcadas mortales y, con un poco de suerte, no acabamos entre gritos y lloros. Porque la verdad verdadera es que a mi hijo lo que más le apetece hacer cuando llega del cole es echarse una siesta. Y menos mal que duerme con un bendito, porque si no yo ya estaría de vacaciones permanentes en la otra punta del mundo.

¿Y qué pasa cuando tienes un niño polvorilla? Pues que de vez en cuando te apetece descansar y le pones las famosas maratones Peppa Pig-Pocoyó-lo que pongan en la tele en ese momento. Y el niño se queda como un bobo delante de la caja tonta (que supongo que por eso la llaman así). Y tú te puedes tirar media hora con una paz en el cuerpo que ni en la ONU cuando están de buenas.
Eso sí, los dibujos todos en inglés, que el niño me tiene que salir bilingüe y así de paso algo se nos queda a los padres.

Luego sales a la calle, porque ya estás que no te aguantas de recoger juguetes por el suelo y rompes tu segunda regla inquebrantable: dejar que el niño se ensucie.
Tocándome la barriga me decía para mis adentros: “no te preocupes, yo voy a dejar que te llenes de mierda y polvo, no como esas otras”. (Yo pensaba mucho, porque me daba a mi el pálpito de que mi simbiosis con el bebé también era cerebral y se iba a enterar de todo).
Hasta que sales a la calle y tu querido correcaminos empieza a tocar todas las columnas donde los perros hacen pis, a comer todas las piedras del parque y a tirarse en los arenales a hacer ángeles con los brazos (como en las pelis cuando nieva). Y tú empiezas a ponerte lívida pensando en todos los gérmenes que tu hijo está ingiriendo y que luego se transformarán en diarreas, gastroenteritis, mocos o pegotes en la lavadora. Así que suavemente le apartas del cajón de arena para gatos que hay en los parques, del camino lleno de gravilla del carril bici y de las playas, zonas ajardinadas y matorrales que te vas encontrando por la vida.

Y el niño venga a comerse hierba y venga a chupar colillas.

Cuando eres madre, te das cuenta de lo guarras que somos las personas y de la mierda que dejamos tirada en la calle. Está todo lleno de cagadas de perro y de mierdecillas pequeñas, totalmente apetecibles para un niño sin escrúpulos.

Y cuando ya estás hasta el moño de correr detrás del niño de tus entrañas, te lo llevas para casa, donde vuelves a tener el problema del aburrimiento mortal y el lanzamiento de objetos. Así que rompes tu regla número tres: dejar que juegue con todo lo que quiera.
Cuando ya no te da el sueldo para comprar mandos para la tele, cuando todos tus libros tienen el lomo mordisqueado y tus labores de ganchillo aparecen con grandes agujeros de haber metido los dedos para investigar eso tan guapo que hace mamá, te planteas el empezar a subir la cosas a un sitio más elevado. Las casas de padres con niños pequeños se distinguen de las demás porque tienen los objetos cotidianos a una altura poco cómoda para su uso. Y a medida que el niño va creciendo, los padres van elevando más esos objetos.

Pero siempre se te olvida algo superchulo y lleno de botones por encima del sofá y, ¿quién lo va a encontrar?, pues el pequeño detective.
Total, que le acabas comprando un mando para la tele en varios idiomas (pero al que sólo le da al botón del nueve en francés y en tus sueños oyes “neuf neuf”), un móvil de plástico y unas llaves para el coche. Funciona una temporada, pero se acabará dando cuenta y volverá a sus orígenes, o sea, a tus mandos y tus llaves de verdad.

Y ya por último, vas y rompes tu regla de oro: no consentir que hable con onomatopeyas.
Te dices: “jamás un guau guau, o un piiii piiii, o un bruuuum”. Pero cuando T (que es el nombre de mi hijo abreviado) viene con tu móvil en la mano y diciendo “jjjjjjjjjj”, es cuando llega el momento clave. Le quitas el teléfono cuidadosamente (porque si le dices: ¡nooooooooo!, lo tirará al suelo) y entonas: “mamá, ¿me pones Peppa Pig?.

El diálogo es el siguiente:
– Jjjjjjjjjjj (con el móvil en la mano).
– Mamá, ¿me pones Peppa Pig?
– Jjjjjjjjjj.
– Mamá, Peppa Pig.
– Jjjjjjjjjj (con cara de “me estoy cansando”).
– Mamá, Peppa.
– Jjjjjjjjjj.
– ¿Peppa?
– Jjjjjjjjjj.
– Vale, ya te lo pongo…

Supongo que os habréis dado cuenta que la de las frases enteras soy yo y el del “jjjjjjjjj” es míster T.
Al final claudicas y le pones los dibujos de Peppa, de Pocoyó o de Bola de Dragón si es el padre el que le va a dar la comida ese día.

La conclusión que saco de todo esto es: ¿cuándo dejarán de caerme todos los escupitajos que lancé al aire?